Él, se
quiere ir tocando todos los horizontes posibles para no errar en la misión de
encontrar el fin del mundo, ella sabe que ese misterio le pertenece y sólo
necesita que le digan boca a boca lo que es el amor.
A él no
le importaba el mundo, le importaba la boca de ella, a ella no le importaba
tampoco el mundo si su boca no era para él, por qué tanta miseria, ambos se
preguntaban, aunque también les había dejado de importar, al instante un beso
era todo.
Ella,
mencionaba de vez en cuando lo mucho que amaba el mar, él le amaba de forma
enfurecida y entonces ahora el mar le pertenecía a ella y todos los días le
hacía el amor con el vaivén de las olas, le cobijaba con una luna menguada, en
ciertas ocasiones escapaban juntos hasta un acantilado y muy despacio
desplegaban sus alas, volando y fornicando hasta el amanecer.
Ella
parecía una libélula, libre, fugaz, mística y con toques del infierno y
esencias de deidad, amaba porque sabía hacerlo, se entregaba porque quería
hacerlo, era de él tanto más que lo que él era de ella, parecía que se
pertenecían, en un minuto, en un siglo, en un mundo se pertenecían, él vivía
dentro de ella, ella le hacía crecer, le engendraba y concebía a cada
pensamiento.
Ambos
abnegados a una realidad profana, les dio por jugar con sus manos, tomar el
horizonte y hacerlo polvo, nada más bello que ver reflejado su cuerpo desnudo
lidiando con el quebrantamiento del mundo y sus polos, para a penas levitar en
un oscuro misterio sin necesidad de contener el tiempo, para fundirse como la agonía
y la muerte o la vida y su silencio.
Ellos
dejaban de lado las ideas, carecían de ciudades, se abstenían de moral y
reglas, su condición humana era lo que no permitía que se fundieran en el cielo
y desterraran olimpos llenos de tacto, avernos colmados de deseo, edenes
carentes de moral.
Un día
como cualquiera dejaron su nombre terrenal, se encaminaban a ser mito y
permanecer como leyenda, se juraban durante horas efímero amor eterno, actuaban
como incendios y luego se desvanecían salvajemente hasta que desapareciera la
humedad, la de sus cuerpos.
De
repente todo fue tempestad.
Él amaba
de forma enfurecida y no le era suficiente todo el tiempo, padecía el síndrome
hedonista de la singularidad, ella concupiscente había borrado todos sus
recuerdos, sólo tenía una voz para llamarle a él y luego permanecían callados
hablando a roses y labios, escondiéndose sólo en la eternidad de sus
pensamientos, el mundo se comenzó a desbaratar.
A su
paso todo se derrumbaba, la casa, la cama, el infinito que habían construido
como guarida, era momento de volver a ser mortal.
Es así
de sencillo comenzar con la historia, que bien dicho, está historia ya es,
tiene más de una década que dejaron de ser todo y de ser bocas, besos, ahora un
sustantivo simple, son distintos, o, mejor dicho, de un momento a otro, han
dejado de ser.