He temido a los aullidos,
pero no a los motivos del lobo,
a su rededor la nieve se
dispara mientras la muerte se disipa,
y el trono del mundo o de
su fin se le entrega a este loco
con una parte de cicuta y
dos tantos de ajenjo y mirra,
Nunca es vergüenza
batallarse en el hocico de un hombre,
con olor a tabaco viejo y
vino naciente del simiente propio.
Sí perdí la ventura es
porque ésta me abandonó de nacido,
cuando se decía que Dios
era Verbo y no la ausencia del mismo,
el profeta no ha cumplido
su parte con el fiero destino,
la mujer ha dejado las
bragas húmedas y corre libre,
fuera de las fauces, lejos
del cuerpo hambriento del lobo embravecido.
Ahora me voy sin querer
que a mi travesía me sigas de sombra,
a pasos raudos y el
hígado desbocado, lleno de lo nuestro,
emasculando mis últimas
letras y lo que me quedaba de cuerpo
en medio de estas piernas,
jamás tuyo, siempre del averno.
Toma de mi mano esta
poesía que es canalla, que ha acabado,
se va como ave blanca,
como paloma de luto y encuervada,
sin un final que no sea
en tu boca y un principio encima de tu espalda.